Que el flamenco procede y ha sido creado e inventado por los cantaores, es una afirmación poco romántica pero, en mi opinión, bastante acertada. Es difícil creer que, unos cantes de tan difícil ejecución, con melodías exigentes, creadas por gargantas privilegiadas y encuadradas en compases complicados, procedan, íntegramente, del pueblo y que éste los realizara en sus que haceres cotidianos. Por ejemplo, los cantes de fragua. Me parece inverosímil que un herrero mientras moldea el metal a golpe de martillo pueda entonar una debla, otra cosa es que fuera su trabajo el tema recurrente de sus letras o la fragua el sitio de reunión para entonar esos cantes.
Por otro lado, está la asimilación de pueblo andaluz de esta música que es el flamenco, y que termina haciéndola suya y recurriendo a ella para expresar sus emociones dependiendo del momento, penas o alegrías. Esta escueta introducción y no del todo reveladora, sirve para intentar resolver la cuestión que se me plantea en mi cabeza, al escuchar el cante que se viene realizando en los grandes eventos flamencos. Los divos del momento, ejecutan un tipo de cante que se diferencia de una forma abismal del cante que se realiza en la intimidad del pueblo, es decir, la distancia musical entre el flamenco de "cambio", aquel que es una actividad mercantilística donde existe un pago a cambio de una actuación y el flamenco de "uso", aquel que se realiza en reuniones de familiares amigos o aficionados, bautizos, bodas, fiestas populares o en noches de juerga, peñas, etc...es una distancia irrecuperable.
El artista se ha convertido en un cantaor alejado de la base, del caldo de cultivo de un arte que necesita del pueblo, de la afición cantaora para subsistir. Siempre ha existido ua relación de simbiosis entre estas dos formas de hacer flamenco, el de "cambio" y el de "uso" donde ambas se servían de la otra para evolucionar. Al igual que pasa en la cocina moderna, se está inventando el flamenco de autor, soleares con mucho adorno pero poca materia, cantiñas con mucha espuma pero poca sal, seguirillas complicadísimas de ejecutar, pero frías como el nitrógeno liquido. En definitiva, flamenco bonito de escuchar, curioso en su creación pero imposible de trasladar al aficionando para que pueda expresar sus sentimientos en una reunión, al igual que la espuma de marisco o el caviar de lentejas que nos vende Ferrá Adriá, en el Bulli, que será lo último, pero que jamás lo cocinarás en tu casa. El flamenco se está internacionalizando cada vez más pero se olvida de la afición, del magma donde reside la verdadera voz del pueblo, que al fin y al cabo es de lo que siempre ha vivido este arte.
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