Detrás de cada artista hay un hombre o una mujer con sus virtudes y sus carencias. En los flamencos, claro está, pasa lo mismo. A menudo, la gente de a pie solemos admirar a personas que sobresalen en una faceta de la cultura, del deporte, de la vida en general. Esto suele llevar a error, ya que un futbolista por jugar como Maradona, no lo convierte en un ser a imitar en todas sus facetas, solo en un magnífico pelotero. Me encanta como baila El Pipa pero no tengo por qué estar de acuerdo en su forma de ver el mundo, ni de ver el arte del baile.
Pero, claro, cada cierto tiempo, nace un artista, que no solo destaca en su forma de crear y hacer sentir a los demás, sino que la forma de vivir su arte lo convierte en alguien excepcional. Con el paso del tiempo, se revaloriza su legado creativo, su obra artística, pero no solo eso, además la parte más humana de su ser empieza a engrandecerse, llegando con su sombra a todo el que se acerque a este arte. Por supuesto, esto no implica el seguimiento a ciegas de sus opiniones y estética creativa. Nadie que desee entender sobre cultura frena su hambre de saber ante una sola perspectiva, pero lo que si que tiene claro es la importancia de estos genios irrepetibles que ha dado el flamenco y la importancia vital de su legado, y no hablo de gustos particulares sino de relevancia dentro de un arte que sigue vivo pero gracias a los que ya han muerto.
Quizás lo más importante de esta cuestión es la fe que puedan dar los que tuvieron la suerte de tratar de forma personal con alguno de los grandes, con el genio y la figura de Don Antonio Mairena todavía es posible y tenemos la obligación de aprovecharnos de esta situación que dentro de algunos años echaremos en falta.
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